miércoles, 18 de octubre de 2017

Salvando las papas.

La alegre fiesta vociferaba por las ventanas de un departamento mientras yo escapaba de ella pedaleando por los adoquines de la calle, sus zarpas de música y risa trataban de alcanzarme desesperádamente, reclamando con vehemencia que me quedara. Yo no podía quedarme porque tenia angustia adentro, y cuando uno tiene angustia adentro no importa cuán alegre sea el lugar que lo rodee, la angustia es habilidosa y flanquea con destreza las barreras que uno trata de poner entre ella y uno mismo. De camino a donde la angustia me llevaba, no sabía a dónde en realidad, pasé por un local de comidas rápidas y compré unas papas fritas. Me lancé a toda carrera a mi encuentro a solas con ella, la angustia, cuando de repente por la calle encontré  un hombre que sostenía un cartel que decía que ofrecía abrazos a quien lo necesitase. El precio era absolutamente nulo, cero cacerola. Las jugarretas de mercado habían evolucionado muchísimo pero no podían imponerle un precio a un producto de valor incalculable, por eso este revolucionario de la mercadotecnia lo regalaba. Por lo que observaba en su forma de vestir, claramente no necesitaba nada, podría haber estado divirtiéndose en cualquier otro lugar el viernes de aquella noche. Sin embargo estaba en la vereda ofreciendo lo que le sobraba, dos brazos dispuestos a hacer dos medialunas que formaran un círculo hueco cuyo centro haría sentir una tibia reverberancia a quien lo rellene.
Cuando vi el letrero no lo dudé y me detuve, me baje de la bici y le dije -"hey, I really need a hug!" y el hombre no hizo más que abrir los brazos y esperarme con una amplia sonrisa. Yo venía con el lastre de la angustia rebalsando por el borde del párpado. No hice más que dejarme zambullir en un abrazo profundo con un completo desconocido, y lloré un rato dentro de ese abrazo. El hombre no hizo ni una pregunta, solo entregaba lo que tenía para dar en silencio, sin pedir ni siquiera una explicación a cambio, no le interesaba. Yo tampoco la tenía, simplemente me sentí angustiado en una fiesta un viernes a la noche en Copenhague. Seguramente habré tenido mis razones, uno no se angustia porque sí en una fiesta, pero no son relevantes a esta historia. Yo me estaba dando cuenta que era-y soy- frágil y vos que estas leyendo esto también, por más que le digas lo contrario al vidrio que te devuelve el reflejo todas las mañanas. Y en algún momento de tu vida te va a tocar confiarle el lado flaco de tu coraza a un humano de este planeta que no vas a tener ni la más pálida idea de quién es.

Y la confianza no cayó en saco roto, cuando me sentí más reconfortado tendí a dejar caer un poco mis brazos, pero ese abrazo no era a granel, no era algo que uno pudiera servirse hasta donde necesitase, el hombre siguió apuntalando su abrazo contra mi un rato más y me soltó. La sonrisa del hombre que me dio su abrazo seguía intacta, daba esa impresión de que la angustia que me acechaba era una sombra gigante proyectada por una pequeña boludez, no era tan grave después de todo. Para mi ese abrazo no debía ser gratis. Lo único que tenía para dar ese viernes a esa hora eran mis papas, mis papas fritas. El hombre dijo que no tenía hambre, que no era necesario. Pero yo insistí y se las dejé, me negaba a recibir algo tan potente a cambio de absolutamente nada. Me subí a mi bicicleta y no miré para atrás, seguí mi camino, mejor apuntalado. El hombre creo que se comió las papas, pero no las necesitaba de verdad, no era un mendicante, era un donante. Mis papas no se salvaron, pero yo sí.

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