"Vos sabés", me dijo el Facundín, mi niño interior, cuando le pregunté qué quería para nuestro cumpleaños. Yo ya había gestionado unos pares de medias que me andaban haciendo falta y me encanta estrenar. Poner el pie en ese algodón nuevo me da ganas de caminar por leguas. Yo, con mi par de medias nuevas y con los treinta a tiro de piedra, ya estaba hecho. El tema era que le venía esquivando a la respuesta del Facundín, yo sabía lo que quería pero capaz que era otra cosa. Durante años había intentado distraerlo con regalos ostentosos, botellas de whisky (que me terminaba tomando yo, por supuesto), viajes al extranjero, costosas cámaras fotográficas y paseos en avión, pero no había caso. El Facundín, como se dice acá en el barrio, 'taba emperrau'.
—¿Qué es lo que vos querés? Decime y vemos qué podemos hacer —pregunté de nuevo, como si formulando la pregunta de otra manera, la respuesta fuera a ser distinta.
—Quiero que estemos papá, mamá, la Luchina y nosotros juntos comiendo — me dijo el niño, mucho más decidido y arremetedor que su adulto.
—Pero vos sabés que ya le pregunté a papá y nos dijo que va a estar ocupado y que no iba a poder porque iba a estar trabajando. Y que mamá y papá están separados hace como veinte años y es difícil. Viste que con los grandes se complica.
Nos sentamos a la mesa de la casa de papá y hablamos un rato largo de política y de Fórmula uno. Se me dio por chusmear para adentro y el Facundín no estaba sentado en la sillita de siempre. Esa que de tanto esperar, el asiento tenía forma de culito. Se me había ido a un rincón oscuro y me daba unas patadas tremendas con esas botas ortopédicas que usaba. Me había olvidado cuánto dolían esos botinazos, la última vez que los había recibido era cuando el Bruno, el vecino de enfrente, venía a casa y nos peleábamos. En lugar de darnos piñas, nos agarrábamos de los hombros del otro y descargábamos la lluvia de botinazos marrones en la canilla rival. Esta vez los botinazos retumbaban adentro, hubiera preferido que sean en las canillas como antes. El Facundín puteaba con unas palabrotas que me había olvidado que sabía a esa edad. Hasta me había olvidado de lo caliente que me hervía la sangre cuando era niño y furibundo.
Vino y se sentó y se comió un plato de guiso con nosotros. Y estábamos los cuatro, o los cinco, qué se yo. Se me dio por mirar para adentro de nuevo: el Facundín ya se había puesto ese pulóver celeste que picaba como la mierda pero se lo había regalado la nona Tita y, aunque parecía estar tejido con hormigas en vez de lana, lo tenía reservado para la ocasión, porque era once de julio y siempre hace frío. Un chupetín de frutilla le abultaba uno de los cachetes y le dejaba la cara hecha un triangulo. La sillita de esperar que había agarrado la forma de culito había volado al diablo de un patadón.
Ese niño tenía los ojos tan grandes de la alegría que ni la capota de nubes que ha cubierto los últimos treinta onces de julio le apagaban el brillo, le había quedado la cara puro ojo de la emoción.
Parecía que hubiera estado como veinte años en la puerta del jardín esperando a que alguien lo busque y al fin aparecieron todos a la vuelta de la esquina. Él, bien adentro lo sabía.
Cuando me levanté al día siguiente se me dio por chusmear de vuelta adentro y no lo vi más, las huellas de las botas delataban el camino hacía un cuarto de máquinas. Se había ido a ser el maquinista del motor de un hombre.