El
sol de agosto hacía hervir la frente de Crispus, un esclavo romano
que sentía que sus días se escurrían derramando su sudor gota a
gota en beneficio del Emperador. Crispus
había regalado cada fibra de sus músculos y cada gramo de cartílago en una
cantera de piedra cerca de Roma. Muchos de los edificios que
acorazaban el suelo de la capital estaban hechos con bloques que
tenían su forma recta gracias al trabajo de las manos curtidas de
Crispus. Muchas veces hasta podía reconocer el bloque que él mismo
había extraído en cada muro o cornisa que divisaba mientras
recorría las calles. Todas aquellas eran sus piedras, nadie podría
arrebatarle ese orgullo. Nadie tampoco estaba interesado en
arrebatarle algo, ya que su única pertenencia era el trapo que vestía. Su
esposa había muerto a manos de la malaria; su única hija había sido vendida y estaba con la legión XVII al este del Rin. Según las últimas noticias, las legiones XVII, XVIII y XIX habían sido masacradas por los queruscos en el bosque de Teutoburgo, por lo que el grueso de los esclavos que acompañaban al ejército quedaba a la deriva. A Crispus le aterraba la idea de que su hija estuviera entre esos
bárbaros, pero él era solo un esclavo y no tenía los recursos
suficientes como para llegar hasta las lejanas provincias germánicas
para protegerla. El único contacto que podría darle una mano era un
comerciante que cruzaba la frontera del Imperio para traer del más
allá armaduras y armas de tierras lejanas. El comerciante tenía una
deuda con Crispus por haberle salvado la vida veinte años antes,
cuando lo encontró malherido luego del ataque de unos vándalos y lo
alojó en su modesta choza y, luego de unas curaciones y oraciones al dios Vejovis, evitó que sus heridas se infectaran y pudiera
sobrevivir. Antes de continuar su camino, el comerciante miró a
Crispus a los ojos y se tomó un tiempo para recordar su rostro,
prometió que haría cualquier cosa que esté a su alcance para
ayudar al esclavo cuando éste lo necesitara. El orgullo abisal de éste último siempre había evitado que cobre la deuda, pero esta vez, la
desesperación lo ahogaba y las noches se hacían eternas mirando las
ramas del techo de su choza pensando en su hija.
Una
tarde encontró al comerciante en uno de los mercados. Se le acercó y le hizo
una seña, el comerciante pudo reconocerlo escondido detrás de
muchas de las arrugas del rostro azotado por el trabajo duro del
esclavo y de inmediato lo siguió. Crispus
desahogó
su angustia con el comerciante y éste no dudó en hacer lo posible
para tenderle una mano.
—Sabes
que no hay forma de que yo pueda traer a tu hija de vuelta, pero sí
puedo hacerle llegar lo que me des. Un viaje a
esas tierras me puede costar la vida, si los queruscos se enteran
de que un romano está infiltrado entre ellos lo único que me queda es rogar
por tener una muerte rápida —respondió el comerciante con las
pupilas vibrantes del miedo generado por el recuerdo de los tormentos y torturas que hacían famosos a los germánicos, pero con la convicción de saldar su
deuda. Con un gran nudo haciendo
fuerza sobre
su garganta y una enorme vergüenza que hacía que sus hombros se
encorvaran, Crispus agradeció el arrojo y el valor del comerciante.
Al nudo de hierro de su garganta lo apretaba la idea de que podría
tener algo parecido a un contacto, aunque sea indirecto, con su hija;
la pesada vergüenza descolgaba su peso en que lo único que tenía
para darle al comerciante como encomienda era un queso y una botella
de aceite de oliva, y todavía debía robarlos, ya que esos lujos no
estaban al alcance de las manos de un esclavo. El comerciante sintió
un calor subiendo por su cuello: su vida de viajes y pequeños lujos
iba a estar en juego por unas onzas de queso y un poco de aceite.
Hubiera preferido arriesgar su piel por un objeto más valioso, pero
jamás había visto a un ser humano doblegarse de la angustia como
Crispus.
—Con
esos trapos que te visten, lo único que puedes robar van a ser unos
latigazos. Toma alguna de las armaduras de legionario que están en
mi carro y entra con cuidado a los almacenes del palacio imperial en la colina del Palatino esta noche. Las
campanas anunciarán el cambio de guardia, esa será tu señal para
entrar. Actúa con normalidad; si te preguntan, diles que te
transfirieron desde las Galias y que por haber estado tanto tiempo en
el frente te dejarán estar unos meses en la capital para tener algo
de tranquilidad.
Era
noche cerrada y las campanas retumbaban en los oídos de Crispus junto con un zumbido que provenía del pulso de su corazón galopando
ante el peligro. La armadura de legionario era pesada, pero las
cáligas que llevaba en sus pies le daban la sensación de que podría
correr más rápido que cualquier soldado, aun siendo un esclavo ya
medio maltrecho. Pasó el puesto de guardia con el sudor empañando
la armadura de acero bruñido. Al llegar a los almacenes del palacio,
el sabor del peligro se vio diluido por el asombro: jamás en su vida había visto tanta comida, tantos lujos, tantas
excentricidades de todos los rincones del mundo en un solo lugar.
Ébano de Oriente, aceitunas del Egeo, vinos de toda la península,
piedras preciosas del norte de África y otros objetos que a él le
parecían maravillosos pero ni siquiera sabía lo que eran.
Mientras
estaba enfrascado en su asombro, dos guardias lo tomaron por los
brazos con manos fuertes y ásperas, nunca habían visto su cara por
esos lugares. Crispus, con una voz fría que no podía fundir el
nudo de hierro de su garganta, les explicó de dónde venía,
repitiendo cada palabra que el comerciante le había dicho. Los
guardias no parecían muy convencidos, por lo que llamaron a un superior para corroborar lo que falso legionario decía. La
desesperación del esclavo era arrolladora, sentía que su vista se
nublaba y su sangre se cortaba. En un arrebato de violencia, se
liberó de las manos que lo apresaban, arremetió contra los guardias
y logró dejar inconsciente a uno de un golpe. El otro se lanzó
contra él pero logró escapar. Mientras corría entre los infinitos
estantes de los almacenes, tomó un poco de queso, una botella de
aceite y unos pequeños bloques de un alimento exótico que él no conocía pero
parecía ser un manjar traído desde algún lugar remoto del Imperio.
La idea de que su hija recibiría un mensaje esperanzador de su padre
junto con el alimento le daba una sensación cálida de alivio en el
estómago, sentía que hasta podía correr aun más rápido.
La salida
hacia un callejón oscuro estaba a la vista y sería su salvación.
Nunca antes el aire fresco de la noche romana había sido
tan agradable, era la señal de que la salida estaba cerca. Pero de
repente los pasos comenzaron a hacerse más cortos, al punto de que
apoyaba el talón a la altura de la punta del pie contrario. Se miró
los pies y las cáligas ya no eran esas formidables botas romanas,
sino unas frágiles pantuflas de felpa. La armadura de legionario se fue evaporando hasta quedar en una camisa agujereada y una campera de lana fina que ni
siquiera podría frenar el frío, mucho menos una flecha. Cada objeto
a su alrededor se fue esfumando, lo único que quedaba era la botella
de aceite, el queso y un paquete extraño en sus manos. Crispus no
era un esclavo romano, ni Roma era Roma. Crispus era Vicente, un
jubilado de San Telmo y los almacenes eran las góndolas de un
supermercado. Su demencia senil lo había sumergido en una fantasía
imperial donde él por primera vez en su vida iba a ser un héroe y
no un escuálido esclavo anónimo, pero los guardias lo alcanzaron.
Lo golpearon con saña y sin piedad. Su corazón, que minutos antes
había experimentado el chicotazo nervioso del peligro y bombeaba sangre de héroe
-una sangre muy distinta a la cotidiana y desabrida sangre de esclavo-
comenzaba a partirse al medio, las fibras se rasgaban y su mirada desencajada se
perdía en el cordón de la vereda, buscando un rostro aliado de compasión entre botinazos de guardias de almacén. Vicente murió por robarle un
queso, un aceite y un chocolate al Emperador, en pleno siglo XXI d.C.
A
la memoria de Vicente Ferrer, un jubilado que sufría demencia senil y que fue asesinado por el personal de seguridad
del supermercado Coto el viernes 16 de agosto de 2019. Enlace a la noticia: Link
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