domingo, 24 de julio de 2022

Perversos calendarios

El pulgar de Juana se movía con pereza sobre la pantalla del teléfono celular. Estaba podrida de mirar lo mismo una y otra vez sentada en la plaza. Había recorrido el muro del Insta por vez trigésima, se lo sabía de memoria. Tantas veces había visto el mismo tipo de publicación de las mismas personas que ya era capaz de distinguir quién había hecho cada una según su contenido. Otra vez la frase pedorra de libro de autoayuda con la foto de Einstein de fondo, seguro que la publicó esta boluda. Los ojos de Juana se deslizaron al margen superior izquierdo de la publicación para corroborar a la autora. Efectivamente, era la persona que Juana decía. Una sonrisa cómplice hacia su interior se arrinconó en una de sus mejillas con algo de satisfacción agridulce: una mezcla de orgullo y vergüenza propia. Siguió. Otra vez las mismas publicaciones.

¿Qué buscaba escarbando la pantalla del teléfono de abajo hacia arriba con el pulgar? ¿Desenterrar algo de valor? ¿Algo que le cambie la vida? Pensó que, si su muro de Instagram hubiera seguido extendiéndose por el borde superior del teléfono a medida que ella lo iba subiendo con el pulgar, la franja de información superflua ya habría alcanzado alturas estratosféricas.

Guardó el teléfono indignada. Miró para los dos lados de la calle desierta, la hora de la siesta iba terminando y Paola no llegaba. Cerró los ojos y dejó caer la cabeza levemente hacia atrás para que el sol le dé en la cara. Observó el color rosa con manchas verdosas que tiene el interior de los párpados y sintió el sol del domingo pintárselos por fuera.

Unos pasos cortos pero de golpe firme contra el suelo se acercaban desde la esquina de la calle Congreso; los reconocía, pero no sabía de dónde. Los escuchó acercarse hasta detenerse frente al banco en donde ella estaba sentada, así que abrió los ojos: ahí estaba Emilia Lozano, su exprofesora de matemáticas de la secundaria.

—¿Qué hacés, Juanita? —preguntó con un tono medio sarcástico, tan inoxidable como la fina estampa al estilo maestra inglesa, de esas maestras que vestían de manera impecable y tenían esos modales cosmopolitas de etiqueta que le quedaban medio grandes al pueblo. Daba la sensación de que si buscabas la palabra pulcritud en el diccionario no ibas a encontrar una definición, solo ibas a encontrar una foto de Emilia Lozano.

Tengo veintiséis años y la Lozano me sigue diciendo Juanita, increíble, pensó Juana para sus adentros.

—Acá andamos, profe, aburrida de esperar a Pao, cansada de mirar siempre lo mismo en el teléfono, es un vicio. Te la pasas mirando la vida que los demás preparan para la foto y al final no hacés nada.

La Lozano se sentó al lado de Juana y se puso la cartera sobre la falda.

—Qué suerte que agarraste ese vicio y no otros, querida. Cuando tenía tu edad, estaba este —dijo la profesora mientras acercaba la llama a la punta de un Le Mans Suave—. Es medio parecido al tuyo, pero creo que peor. En mi época, tener uno de estos en la mano te hacía ver refinada y sagaz, pero después terminás como las fotos del paquete. Mirá, hoy me tocó la foto de la gangrena, la semana pasada la del feto. Un espanto.

Juana quedó en silencio.

—¿Sabe qué, profe? El celular también debería tener una foto como las de los paquetes de cigarrillos. Una foto de una misma a los 50 siendo una boluda de la vida y que abajo diga "Las redes sociales te engañan, te hacen creer que estás viviendo tu vida, pero en realidad no estás haciendo nada".

Emilia contuvo la risa por un momento y después la dejó escapar. 

—¿Por qué les dicen redes sociales?

—Porque estamos todos conectados formando una red de personas, una red social.

—Ah, mirá vos. Yo pensé que se llamaban así porque atrapaban gente, así como estás vos ahora, sin poder escapar de esa pelotudez.

Juana miró de costado a su profesora esbozando media sonrisa, era la primera vez que la escuchaba usar la palabra pelotudez.

—Mirá, querida, te voy a mostrar un verdadero engaño. Es viejísimo, pero sigue teniendo vigencia. Fijate allá en la otra cuadra, ahí va el viejo Meringer a limpiar lo que quedó en el taller de la peña de anoche. Fijate cuando abra el portón.

—¡Hay un almanaque con una mina en bolas, profe!

—Mirá ahora ahí adelante, en la oficina de la comisaría hay otro almanaque, ¿lo ves?

—Sí, ese tiene el campo lleno de tulipanes en Holanda, un clásico.

—Bueno, algo te están diciendo. Ahí hay algo oculto, Juanita.

—¿Y eso qué tiene que ver con las redes sociales, profe? ―preguntó Juana un poco impaciente.

—No te adelantes. Las que están en los almanaques son todas imágenes atractivas o que brindan una sensación agradable, al contrario de las imágenes repulsivas de las cajas de cigarrillos o la que vos querés poner en los celulares.

—Sigo sin entender.

—Las imágenes espantosas de los cigarrillos muestran la realidad, mientras que las imágenes bellas de los almanaques la ocultan. Ocultan algo mucho más peligroso que los cigarrillos y las redes sociales. Esas imágenes te distraen de lo que tienen abajo: las semanas, los meses y los días, que son siempre los mismos. Lo que va cambiando es el año, pero como tarda 365 días en cambiar, no te das cuenta. La semana es un sistema cerrado, empezás el lunes y terminás el domingo. Y después es otra vez lunes. Con los meses es lo mismo: después de diciembre vuelve a empezar enero, y así. Pero los años son otra cosa, nunca volvés a vivir un 1983 o un 2007. Los años pertenecen a un sistema abierto, Juanita. Vos sos joven, tenés un montón de domingos como hoy por delante, seguro que a veces hasta creés que sos eterna, pero si contaras los domingos que vivís y cayeras en la cuenta de que ningún domingo es igual a otro solo por el hecho de llamarse igual, perderías menos tiempo atrapada en las redes.

—¿Habría que contar los domingos en lugar de los años, entonces?

—Si vivís 80 años, son 3840 domingos ―calculó la profesora sin detenerse un segundo.

—¿Profe, no se cansa de darle al cálculo después de décadas de docencia?

—No, Juanita, no es algo que me guste hacer. Tengo una obsesión con los números y el tiempo, calculo absolutamente todo, es un comportamiento compulsivo que a veces no me deja dormir. Calculo las horas que paso fumando, las horas que he vivido, las horas que trabajé para comprar más cigarrillos, las horas que me restaron los cigarrillos. Y eso es solo el principio: cuando empiezo a calcular las horas y los días de mi familia, me pierdo en cálculos y encuentro coincidencias inesperadas. ¿Querés que te diga una cosa? Mi abuela y mi mamá vivieron la misma cantidad de domingos, 2832. No tenían ningún problema de salud, pero las dos murieron de forma súbita, a la misma hora, un domingo.

—¿Y cuándo hace tantas cuentas? ―preguntó Juana.

— En la cola del banco, mientras miro la novela, cuando estoy en la iglesia. Las señoras de la Cooperadora piensan que tengo el cielo asegurado de tanto rezar. ¡Mentira! Estoy todo el tiempo calculando, supongo que mi generación no tiene mucho para reprocharle a la tuya. Después de todo, yo también me engaño a mí misma cuando me siento en los bancos de la iglesia con la imagen de creyente que doy. Quizás, esas redes les dieron a ustedes la posibilidad de hacer de cualquier silla un banco de iglesia donde mostrar la imagen que quieren que los otros vean.

—¿Y cuándo empezó esta estafa de los calendarios? ―preguntó Juana. Ya se había olvidado de Paola y notó que, quizás, su exprofesora necesitaba hablar con alguien.

—No sé bien, Juanita. Hace más de dos mil años. Primero lo usaron para sembrar y para cuestiones religiosas. Tuvo muchas imperfecciones, las estaciones se dieron vuelta, los días sobraban, faltaban, pero de a poco lo fueron corrigiendo. Solamente quedó esto que te conté de los nombres, el engaño sigue ahí. Ese engaño que te hace creer que sos eterna.

Emilia Lozano quedó mirando a lo lejos con los ojos entrecerrados y, aunque su cara no mostraba una expresión de amargura, el nudo en la garganta era visible. Juana notó la tristeza de Emilia e intentó distraerla con la primera pregunta que se le vino a la mente.

—¿Cuántos años tiene, profe?

—El tacto nunca fue lo tuyo, Juanita. Agradezco tu intención de distraerme, pero preguntar por la edad no es la mejor forma de distraer a alguien que está pensando tanto en el tiempo como yo. Me voy a tener que ir.

—Disculpe, profe, no se me ofenda. No era para tanto.

—No es por vos, querida. Llego tarde.

—¿Adónde?

—No te puedo decir —respondió la Lozano mientras se levantaba del banco y adoptaba un semblante más luminoso, como preparándose para una cita.

—¡Espere, profe, no se me vaya ahora!

Juana no alcanzó a levantarse porque le llegó una notificación al teléfono y se distrajo. Era un mensaje de Pao diciendo que se había demorado, que ya llegaba. Tarde, como siempre. Unos segundos después, escuchó que Emilia se despedía y le respondió el saludo, apenas despegando los ojos de la pantalla del teléfono.

Pao llegó con la tardecita y trajo un poco de frío.

—Cómo te gusta hacerme esperar al pedo.

—Perdón, perdón. Esta vez sí se me acabó el gas en la mitad de la ducha.

—¿Sabés con quién me encontré?

—No, ¿con quién?

—Con la Lozano, la de matemáticas, ¿te acordás?

—Sí, sí, ¿y qué cuenta? ¿Hablaron de algo?

—Algo de los almanaques, o los domingos. No me acuerdo.

En ese instante, Juana quedó mirando hacia un profundo vacío.

—Juani, ¿te pasa algo?

—Decime cuántos años tiene la Lozano.

—¡Qué sé yo, amiga!

—¿No le festejamos un cumpleaños en quinto año y fuimos a su casa todos los del curso?

—¡Ah, sí! Cuando cumplió cincuenta y le hicimos esa “fiesta sorpresa”. Fiesta sorpresa, qué caraduras, fuimos a su casa sin avisar y le comimos todo lo que tenía, pobre.

Inmediatamente, Juana volvió a su teléfono y los dedos comenzaron a volar sobre la pantalla. Si el día del estudiante de quinto año cumplió cincuenta, debe tener esta edad, esa edad en meses da esto, en semanas da esto otro, en domingos...

—Juani, ¿me querés decir qué te pasa? Ya me estás asustando.

Juana no contestaría por el resto del día, en su retina helada quedó aquel número que le mostró la calculadora, 2832, y la imagen fugaz de la profesora que, sonriendo, doblaba la esquina de Sarmiento y San Martín con el sol del oeste entibiándole la espalda por vez última.


6 comentarios:

  1. Que buena historia Facu...lo q me sale decirte es q estoy muy orgullosa de vos, porque SOS el hijo de tu papá.

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  2. Que maravilla leerte Facu!!! Cuanta verdad encierran tus historias! Es tu arte mostrando esa realidad.... que te llena el alma y te deja pensando en la historia de cada personaje que se deja entrever asomándose tímidamente entre las letras!
    Felicitaciones y un fuerte abrazo

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  3. Una nueva manifestación del alma !!! Qué arte que tenés para lograr que vuele y evoque cada momento, a través de la descripción de tus personajes. En cada relato leído, me queda la extraña sensación de evocar personas que existieron en mi pasar por city..

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  4. Muy bueno facu, sácate un libro por favor

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  5. Gracias, gracias, gracias, por el honor de tu guiño.CB

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