sábado, 10 de abril de 2021

Radiomónica

El domingo iba llegando con paciencia a su fin y lo regaba una lluvia mansa a las ocho de la noche. El agua invitaba a una cerveza, pero yo no podía aceptar la invitación por falta de presupuesto, así que me conformé con un paseo solitario en el Escort 94 de mi vieja. El último recurso de entretenimiento que había en aquellas lindas nochecitas de otoño era sintonizar el programa del Burro y esperar a la parte de la adivinanza. El conductor del programa siempre ofrecía un premio a quien respondiera correctamente al acertijo. No hay nada de especial en esta rutina de casi todas las radios de los pueblos, salvo que en esta historia había una oyente en especial que conocíamos como la Mónica. La Mónica era una cuarentona de mucho decoro que de forma empedernida llamaba todos los domingos a la radio para intentar llevarse el premio. Aunque ofrecía sus respuestas con mucha seriedad, siempre tenían el tono o las palabras del remate de un chiste verde y eso a mis amigos y a mí nos hacía reír a carcajadas. 

Entonces a las 20:15 el acertijo salió al aire y los teléfonos de la radio comenzaron a sonar, el Escort daba vueltas por la plaza a marcha tranquila. Después de 15 minutos de llamados y respuestas de todo tipo, las dos pizzas del premio seguían sin dueño. La Mónica no aparecía ni por asomo. A mí ya me parecía extraño que nadie pudiera dar con la respuesta a un acertijo tan sencillo, pero seguí paseando sin apuro. 20:45 y para mí que las pizzas se enfriaban aunque no estuviesen en el estudio y la gente no podía ser más boluda. La Mónica parecía estar agazapada en el silencio telefónico.

A mí no me gusta participar de estas banalidades aunque me guste reírme de los participantes que pierden, pero ya me ponía ansioso todo esto así que decidí demostrarle a toda aquella audiencia ignorante cómo es que se ganan dos pizzas en el programa del Burro. Intenté llamar desde mi diminuto Nokia, pero en aquel entonces, si no había para cerveza, mucho menos para una llamada. La gente seguía llamando, las pizzas se enfriaban y el Escort ya marchaba con impaciencia.

Me estacioné frente a la radio y decidí mandar un SMS, que para eso me alcanzaba. El mensaje no llegaba, las respuestas eran una más estúpida que la otra y seguían inmolándose contra el “incorrecta” del Burro. ¿La Mónica? Ni noticias. Consumido por la impaciencia, me bajé del auto y crucé la calle abajo de la lluvia, que ya asumía el cargo de aguacero. Entré al largo pasillo medio mojado y con la cara desencajada de la indignación, esas pizzas ya eran una cuestión de Estado. Será posible, che.

La puerta de la sala del operador estaba abierta, así que entré y le dije que yo tenía la respuesta. El operador, bastante sorprendido, me dijo que entre al estudio y que la diga al aire.

—¡Pero ni loco! Te la digo acá y me llevo las pizzas —le dije mientras ya me iba dando cuenta de que la aventura del acertijo ya estaba llegando muy lejos y maduraba el papelón. 

Mientras insistía en responder el acertijo ante el operador, el Burro, que estaba conduciendo el programa, ya me había visto mediante el vidrio y comenzó a relatar la situación al aire. Ya era tarde, había llegado al punto de no retorno. Me vi obligado a entrar, a decir mi nombre completo y la respuesta:

—Hola, soy Facundo Abiega, para saber cuál de las dos esferas es la hueca hay que ponerlas en agua y una de las dos va a flotar.

Las cejas del Burro comenzaron a amanecer sobre el horizonte del marco de sus anteojos. La audiencia, el operador y hasta el aguacero quedaron en vilo. Y me olvidaba de la Mónica, que también debe haber estado igual, pero se hizo la sota aquella noche. Después de unos segundos de silencio que parecieron una eternidad, el Burro dijo:

—La respuesta es... ¡incorrecta!

Creo que más que pintado quedé impreso. Inmóvil. Rápidamente salí de aquella garrotera que me había invadido y disimulé la vergüenza con una risita que todos los radioescuchas que habían perdido sabían que era falsa. Cuando salí a la calle de nuevo, el aguacero volvió a descolgarse ante el desenlace de la situación, y yo subí al auto mojado, frustrado, avergonzado y, lo peor de todo, sin las dos pizzas. Sentado en el asiento del conductor, quedé petrificado mientras la llave de arranque esperaba ansiosa la media vuelta para poner el auto en marcha y huir. Yo miraba al vacío mientras rumiaba la humillación. El paseo se daba por finalizado y en el camino de vuelta, sin importar la estación que sintonizara, en todas se escuchaba escondida entre las sinusoides de la frecuencia modulada la risa burlona y vengadora de la Mónica.




No hay comentarios:

Publicar un comentario